El comentario de la película “Calvary” que hice
anoche, me ha hecho recordar un tema que a mí también me afecta: el de la
soledad del sacerdote. No es moco de pavo, y además muchas veces permanece
semioculto porque los curas no somos muy dados a la confidencia y a mostrar
algunos aspectos negativos de los que puede adolecer nuestra "profesión”.
Es verdad que la promesa de celibato si se realiza
bien y se vive mejor, palia muchos de los inconvenientes de la soledad
sacerdotal. Los curas entonces nos refugiamos en esa otra familia de
"hijos-hijas" engendrados en la pastoral y en la evangelización. Esta
gente pasa a ser entonces nuestra familia: la llamada comunidad parroquial.
Pero hay momentos que aunque lo sublimemos le
otorguemos un auténtico sentido de fe, la soledad (a veces con aspecto
depresivo) se nos impone y nos corta las alas.
Soledad que muchas veces no es solamente el efecto
de la animadversión y hostilidad que desde fuera de la iglesia, con
anticlericalismo u otros motivos, se nos "combate" a los curas. A la hora
de la verdad parecemos nadar constantemente a contracorriente. A veces hasta en broma, porque muchos de mis
detractores son mis amigos a los que quiero mucho y a los que llamo
cariñosamente “rojos, judíos, masones”. Pero también hay otro tipo de soledad que surge desde dentro de la comunidad eclesial: en
muchas parroquias hay feligreses que con extraños argumentos excluyen aíslan y
condenan a la soledad a sus sacerdotes.