Consternados y sorprendidos –no nos acostumbraremos a ello: así son siempre en nosotros los efectos de la muerte de los otros- el clero y los fieles valencianos realizaron los ritos del sepelio de don Agustín, nuestro arzobispo y cardenal.
Cinco príncipes de la Iglesia, muchos obispos, muchos menos -en proporción- curas, demasiadas autoridades civiles y militares y muchísimos fieles. Una ceremonia solemnísima, donde todo el boato de la liturgia católica se desplegó a sus anchas, con la música apropiada aunque la soprano que cantó el “Pie Jesu” de Fauré , lo asesinó. La homilía del Arzobispo Don Carlos, medida, sentida y referida a la resurrección de Cristo, como debe ser.
Yo disfruté por por tanta vestimenta litúrgica (púrpuras, mitras, casullas “de luxe”, roquetes y alzacuellos romanos, algunos ministrantes convertidos en pavos reales, etc.) por tanta belleza ceremonial, pero a la vez me quedaba un regusto amargo al echar de menos la sencillez y la humildad de la que me habla el Evangelio de Jesús. Y me rondaba una pregunta: ¡Por qué vinieron tan pocos sacerdotes al entierro del que fuera hasta ayer nuestro padre y pastor? ¿Tal vez por desafecto? O –quiero pensar así- ¿fue la hora tan poco oportunamente pastoral para los curas obligados a atender a sus parroquias? ¿Quién puso la hora del entierro del Cardenal, pensaba que así no privaría de la siesta a los canónigos, ni daría prisa en llegar a los treinta y dos obispos?
De todos modos hubo ocasión, que aproveché, para rezar por el eterno descanso de Don Agustín. ¡Dale, Señor, el descanso eterno!
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