jueves, 26 de agosto de 2021

UNA MISA PROBLEMÁTICA EN JAVIERRE

 


 

Creo que nunca me he encontrado celebrando la misa en una situación semejante. Hace ahora aproximadamente un mes en mis vacaciones en el valle de Pineta-Bielsa me encargué de atender las pequeñas iglesias que hay en el valle.

 

Un sábado por la tarde, tal y como se había acordado, a las siete, me trasladé a celebrar la eucaristía en el pequeño pueblo de Javierre, situado al principio del valle de Pineta, en la misma morrena del viejo glaciar que antaño taponaba el valle. Javierre es un caserío con una calle única y con una bella y austera iglesia románica y, dentro, un retablo gótico, salvado milagrosamente de los desastres de la Guerra Civil, que destaca en medio de la vegetación exuberante de pinos, servales, arces y bojes de la montaña. La tarde barruntaba tormenta y ya se estaba ennegreciendo amenazadoramente el cielo.

 

Ya revestido en la sacristía y a punto de salir al altar, le pregunto la señora que se encarga de la guardia y cuidado del templo, cuántas hostias había preparado para dar la comunión a la gente, puesto que al ser una iglesia cerrada, donde se celebra de uvas a peras, en el sagrario no se guarda el pan eucarístico. Me quedo casi traspuesto cuando me dice que no había preparado nada de eso, ni hostia grande, ni hostias pequeñas, porque pensaba que yo llevaría el pan para consagrar.

 

¿Qué hacer? Despedir a la gente convocada y asistente, que no era poca, que ya estaba en el templo esperando, era un problema. La tormenta empezaba ya hacer de las suyas, relámpagos, lluvia y una fuerte granizada sobrevino a mitad de la celebración. ¿Podía consagrar pan normal? Según el rito católico el pan para consagrar en la misa debe ser ácimo, sin levadura, aunque en las iglesias de Oriente el pan es fermentado.

 

Así que decidí, y eso que yo no soy persona de escrúpulos litúrgicos, que celebraría la misa, consagrando un trozo de pan normal. La sacristana fue inmediatamente a su casa y me trajo una pequeñísima y fina hogaza.

 

Expliqué a los asistentes a dicha misa el problema que había y que por tanto no les podría dar la comunión. En verdad, si yo los hubiera conocido, tal vez lo hubiera hecho eso. Creo que así salvé la situación: les dije que a la hora de comulgar, hicieran como en los tiempos más duros de la pandemia, cuando se prohibieron las misas presenciales: les aconsejé que a la hora de comulgar hicieran, una “comunión espiritual”. La gente lo comprendió enseguida y yo esto lo cuento porque esta situación me traumatizó un poquito, aunque ahora pienso lo que siempre ha sido mi principio: que las situaciones pastorales, las circunstancias concretas de la asamblea,  deben primar sobre los principios litúrgicos.







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