Como cada año un
sentimiento de irritación y hastío acompañado, naturalmente, por la curiosidad
me hace acercarme a las crónicas que dan noticia de los resultados y de los premios que la llamada academia del
cine americano concede todos los años a través de la entrega de las estatuillas
de los Oscar. Con polémica anual ()ahora la ausencia de nominaciones para los actores
negros), se celebra ese fiesta entre fastuosa y hortera que es la adjudicación
de los galardones a las mejores (eso quisieran los americanos) películas del
año.
Con aciertos, y
equivocaciones, con sorpresas y seguridades, al final todos contentos en una
ceremonia dirigida por el cómico de turno, y que allá es muy popular y
conocido, y donde las caras de póquer,
las sonrisas forzadas las lágrimas poco sinceras, las mujeres y los hombres
vestidos como esperpentos y los gritos y saltitos en el escenario se convierten
en un batiburrillo de la Babilonia que es el mundo de Hollywood.

Desde fuera, al
final, uno se queda con la serenidad de algo que es ajeno y extraño muchas
veces al disfrute del buen cine. Y también con la extrañeza de echar en falta
algunas de las muy buenas películas que han sido olvidadas por los muy
provectos críticos y otra gente del cine. Porque este año se han quedado fuera
algunas maravillosas películas que muchos ya hemos visto: Carol, Marte, El
puente de los espías, El hijo de Saul , etc. etc….
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