
Hoy día hemos
transformado los antiguos y fulgurantes sermones (que tenían también muchos
fallos y defectos) en unas homilías asépticas, frías, cuando no ininteligibles.
Pronunciadas sin pasión ni entonación, casi en voz baja, como son, y sin ánimo
de señalar, las homilías que últimamente estoy oyendo. Las homilías se han
transformado más que en propuestas y expresión de vida cristiana, en tratados
de teología repetitiva o tautológica, obsesionadas con dar doctrina segura y completa
y sin ningún atisbo de transgresión. Es
verdad que muchas veces la homilía depende del carisma o de las cualidades del predicador,
pero sea brillante éste o no, siempre ha de intentar comunicar con los oyentes.
Después vino la
procesión. Una imagen de la Virgen de Los Ángeles que sobrevivió a los
destrozos de la guerra civil, pequeña pero encantadora, apareció en la plaza,
saliendo del templo parroquial, sobre el carro entronada en la cima de una
montaña de flores. Paseaba por las calles del Cabañal para bendecir las casas
de sus vecinos, que estaban todos en la calle aplaudiéndola cuando ella pasaba.
Con el corazón empapado de emoción, de fiesta y de alegría, acompañamos todos a
la Señora de Los Ángeles hasta el final. Un gran castillo de fuegos
artificiales clausuró la fiesta.
(Por cierto,-esto
es una autocrítica- muchos de los que desfilan en la procesión entablan largas
conversaciones, no adoptan la actitud correcta que es la del silencio. Ayer
ocurrió lo mismo, incluso los curas que íbamos detrás de la imagen charlamos
demasiado. Pido perdón por el mal ejemplo).
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