Hace ya tres años, en abril de 2019, todo el mundo se quedó atónito y espantado ante lo que veíamos en directo en la pantalla del televisor: la catedral de París, el templo de Nôtre-Dame ardiendo por los cuatro costados. Nos parecía irreal e imposible, casi una escena de película de fantasía. Ardió Nôtre-Dame y se salvó por los pelos de su destrucción total gracias a la arriesgada y valiente actuación de los bomberos.
Muchos lo vimos como una especie de presagio, un símbolo de lo que en el mundo estaba ocurriendo. Este siglo XXI, hasta ahora, no hace más que darnos infaustas noticias, hecatombes terribles, cataclismos inesperados. Ver el templo gótico ardiendo en París, parecía anunciar el fin de una era, el finiquito de una cultura religiosa tragada por el laicismo, la posmodernidad en forma de llamas quemando la tradición… Seguramente son pensamientos un tanto alarmistas y muy negativos, pero eso es lo primero que se les puso por delante cuando vieron caer ardiendo la aguja de la catedral de Nôtre-Dame. No sé si también ardió el amor imposible entre Quasimodo el jorobado y la bella Zíngara Esmeralda. Fueron primero las Torres Gemelas luego el tsunami y la nuclear de Fukushima, la derrota y vergonzosa evacuación de Afganistán, la terrible pandemia y la guerra de Ucrania… ¿qué vendrá después?
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