sábado, 20 de noviembre de 2010

¡Cómo amo la belleza de tu casa!

Ayer, a mediodía, estuve una hora paseando por el borde del mar. Más lo debiera hacer, teniendo la playa tan vecina a mi casa, porque repercutiría positivamente en mi salud.
A pesar de la hora,  la brisa venía de tierra, fresca y con empuje, fuerte, casi viento.  Bajo un sol resplandeciente, la superficie del mar estaba tranquila, y al principio, contemplado éste desde lejos de su borde, era de un azul metálico con un fondo verdoso brillante que parecía de esmeralda. El cielo, también muy azulado y refulgente, enmarcaba  su belleza atemporal. Después, ya en la misma playa, en el límite del encaje blanco de la espuma en que se disuelven las olas en la arena, debido al ángulo de la visión de mis ojos, el color del mar se transformó en un azul añil intenso, veteado por la espuma blanca de las crestas rompientes de las olas. Al fondo, una barquita con su vela blanca, convertía el paisaje marino casi en un dibujo infantil.
¡Qué inmenso placer, el poder contemplar tanta belleza! ¡Qué regalo de Dios que el ser humano tenga una participación del “Logos” (id est: la Palabra, lo que da sentido definitivo a la realidad) en nuestro interior, que nos capacita leer con clave de belleza este mundo tan maravilloso! Mis labios repitieron, rezando,  aquello del salmo 26:
                                 “¡Oh, Señor, cómo amo la belleza de tu casa,
                                   el lugar en que se asienta tu gloria!”

No hay comentarios:

Publicar un comentario