domingo, 26 de septiembre de 2010

La procesión del Santo Encuentro de Barbastro.

Es inevitable comparar. Todo lo que sentimos, vivimos y vemos en un momento, lo contrastamos con anteriores sentimientos, experiencias y visiones. Es lo que me pasaba el otro domingo cuando era espectador de la procesión del Santo Encuentro que  las cofradías de la Semana Santa de Barbastro, con motivo del Congreso, realizaba extemporáneamente. La memoria de mi Semana Santa Marinera se despertaba.  
Supongo que viendo la precesión en su tiempo debido -o sea, la mañana bendita y jubilosa del Domingo de Pascua-, habría muchas más gente. Y la tensión dramático-religiosa distinta. Quizá por ello me pareció ver poca gente y no capté ninguna emoción. Aquello era más bien un cortejo bastante frío, donde faltaba la naturalidad sagrada de los días santos. Repito: es lo que me pareció percibir a mí.
Me llamó la atención el modo cómo vestían los que participaban en la procesión. Las vestas no tenían color, blanco y negro y el diseño era muy sencillo. No había figuras bíblicas que son uno de las notas más coloristas de nuestra Semana Santa.  A lo más, dos penitentes con capucha tipo verduguillo portaban sendas cruces grandes de madera. Siete faroles en forma de cruces acristaladas con su vela encendida dentro  portaban cada una de las dos cofradías que salieron: la de la Virgen Dolorosa y la del Cristo Crucificado (muy bello por cierto). La imagen del Crucificado iba acompañada de mucha gente, incluso por el obispo, mientras que al de la Dolorosa apenas si había gente acompañándola.
Muy interesante el momento álgido de la procesión: antes de escenificar el encuentro de la Madre Dolorosa con el Hijo Resucitado -que se ejecutó sin zarandeo ni bailes, sino simplemente con aproximación de las andas- se hizo una breve celebración de la Palabra con la glosa de las Siete Últimas Palabras de Cristo que se subrayaban – farol frente a farol- con los Siete Dolores de la Virgen. Me pareció una idea muy buena, relacionar esos dos elementos del a Pasión en una procesión y darle un religioso contenido.
Y los tambores… Suenan verdaderamente diferentes. Tienen poder, majestad, emoción. Sin el chirriante acompañamiento de las cornetas. Son propios de Aragón, sobre todo del Bajo Aragón. Los que los tocaban parecían arrebolados, que sabían que estaban haciendo un acto de veneración al Misterio de Cristo. Sus súbitos fragores para luego bajar al profundo “piano”  y después elevar hasta el paroxismo el estruendo, impresionaban. La sobriedad del diseño de sus uniformes armonizaban con la seriedad de su “música”. Sin duda, es otra Semana Santa.

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