lunes, 19 de septiembre de 2011

“¿Dónde estabas cuando yo fundaba la Tierra?” (Job 34, 4)



Sobre la película El árbol de la vida (EEUU, 2011) de Terrence Malick.

Se dice que es la música y también la poesía, las  artes más cercanas a lo sublime, las que con más facilidad te transportan a las esferas de la espiritualidad, a las cercanías del éxtasis místico. Un aserto que no llega del todo a ser verdad: el filme “El árbol de la vida” de Terrence Malick demuestra (y con mucho no es el primero) que la imagen cinematográfica es un medio muy eficaz para plasmar la presencia de la gracia en el Universo, en el mundo, en el corazón humano e incluso  en el inocente mecerse de las hierbas del campo. Todo está tocado por la gracia divina, todo es un don.

Terrence Malick es el testigo, con sus películas y especialmente con ésta, de este maravilloso milagro: la presencia del Espíritu en toda la vida. Es un director que apenas se le conoce personalmente. No deja que se le fotografíe y no concede entrevistas. Es casi un artista legendario.

En “El árbol de la vida” se nos cuenta la vida cotidiana rememorada por un padre que ha perdido su hijo en la guerra, de una familia en el medio oeste, concretamente en la misma comarca en la que nació el director del filme. Una familia compuesta por un padre  de familia responsable y a veces contradictoriamente severo, una madre llena de amor y comprensión y tres hijos pequeños. Su vida rutinaria, sus juegos y enfados, su relación con los padres, su aprendizaje siguiendo las palabras y consejos paternos. Juegos, enfados, caricias y abrazos. Pero la historia se lanza hacia atrás en uno de los flash -blacks más atrevidos y formidables de la historia del cine y nos la presenta como un eslabón más de una cadena que arranca desde el mismo Génesis: nada menos que el origen del Universo antes del gran Big-bang. Asistimos asombrados a la formación de las estrellas, al enfriamiento de la corteza terrestre, el surgir de las primeras amebas en el caldo biológico primigenio, a la aparición de la vida en la tierra y aún se entretendrá a contarnos una breve historia de los dinosaurios donde se nos manifestará la piedad y la compasión como actitud sembrada en la misma vida. Todo se dirige por la mano de un Dios creador, en línea continua y consciente y no circular ni ciega, a verificar el sentido último de la misma vida, en dirección hacia lo  transcendente, hacia lo divino, hacia el lugar del definitivo encuentro donde hallaremos la plenitud de la vida, como se señala abiertamente en esas escenas finales de la playa.

“El árbol de la vida” plantea desde su mismo inicio la visión cosmológica, metafísica y religiosa de su autor. Arranca con la imagen de una llama, cuyo brillo no sabemos si es de la luz de una vela o la del sol o la de una galaxia comprimida y finaliza con otra, esta vez sí, de una vela que a su vez enciende otra y abre la puerta a la luz. Escaleras que ascienden, cancelas y puertas abiertas, dinteles sin la hoja de su puerta, el mar y el cielo infinitos. Y como inicio estas palabras tomadas del Libro de Job (34, 4) “¿Dónde estabas cuando yo fundaba la Tierra, cuando las mañanas empezaron a cantar juntas y todos los hijos de Dios gritaban de alegría?”Porque lo que hace esta película sea extraordinaria es que sus ambiciosas imágenes -del mundo, del cosmos, de la vida silenciosa- no olvidan en ningún momento lo que es su centro: el ser humano, su corporeidad y su espíritu abierto a la gracia.

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