Estos días hemos
recibido por el teléfono móvil muchísimos mensajes deseándonos felicidad para
estos días de Navidad. Mensajes que eran de todo color y pelaje. Algunos hacían
referencia directa al sentido religioso de esta fiesta. Otras felicitaciones
apelaban a la magia, la ilusión, la alegría de la Navidad, refiriéndose con
frecuencia al consumo desaforado, o a las pantagruélicas comidas navideñas o a
las chispeantes bebidas espirituosas que se compartían con un señor gordo vestido
de rojo de sonrosadas mejillas y barbas blancas.
En verdad, hay
Navidad para todos, creyentes, indiferentes, rutinarios, y por qué no, no
creyentes. A nivel icónico, las fotos e imágenes evocadoras de la Navidad han
sido también muy variopintas: desde lo más cursi o “kitsch” hasta lo más
elegante o sofisticado.
Algunos amigos, que
no son creyentes, no han caído en el anacronismo de desearme las felices
fiestas del solsticio de invierno. Ese modo de felicitar, evocando un paganismo
más que trasnochado, es tan cursi y tan rebuscado como el que para felicitar
las Navidades, tiene que soltar un discurso piadoso o beato.
Al final uno
descubre que la Navidad y su espíritu responde a ese deseo innato de felicidad
que todos tenemos dentro de nosotros mismos y que como una pelota rebota convirtiéndola
en deseo y cumplimiento en los demás. Y es que si no existiera la Navidad,
habría que inventarla.
De un buen amigo
que ya no es creyente he recibido el obsequio de su felicitación sin hacer
referencia al misterio cristiano pero señalando la belleza que es fuente de
felicidad: una de bellísima pintura de Giorgione: “Los tres filósofos”) que ha
sido un buen anticipo del deseo de verme feliz en estos días navideños.
Gracias, buen amigo…
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