jueves, 2 de febrero de 2012

¡Hijo mío, Absalón, hijo mío, hijo mío!




Estos  días, en la lectura continua de la Misa diaria, estamos leyendo, como primera lectura, la historia de David, que tan magistrlamente está escrita en el II libro de Samuel. Antes de ayer se evocaba la muerte de Absalón y la dramática reacción de su padre el Rey David. No he leído en tiempo una página más llena de emoción y dolor por la muerte de un hijo. Es una verdadera joya literaria. Si podéis, leedla: II Sam 18, 9-10. 14. 24-25. 30—19, 3. Casi os hará llorar.

Pero lo que más llama la atención de la historia de David, como de toda la historia del pueblo de Israel, es que a pesar de los graves y tremendos pecados (que nunca se ocultan al lector) y que, precisamente a través de ellos, Dios actuaba para llevar a cabo la promesa que en David se hizo aun más firme y granada: que algún día llegaría nuestra salivación por Jesús de Nazaret y que ésta se había de efectuar a través de la historia.

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