En el valle del Pop, en la Marina Alta, ya
en la provincia de Alicante, la luz es mágica. El amplio valle parece iluminado
siempre con una luz cenital que hace resplandecer los pequeños pueblos, asediados por viñedos y olivares, que
descansan en las faldas de las montañas enmarcadas por la bellísima y escarpada
Sierra de Bernia. Llíber, Xaló, Alcanalí (que parece ser su nombre ahora
oficial, en “valencià normalitzat”). También tanta belleza se ve profanada por inmensas
urbanizaciones a mitad de montaña que ocupan jubilados ingleses y alemanes que
creen haber encontrado allí su particular paraíso terrenal y sus abastecidas bodegas donde se venden sus generosos caldos (y baratos para ellos).
Antes de ayer, lunes, fue la fiesta mayor
de Alcanalí e invitado por su párroco, entrañable amigo, fui a concelebrar la
solemne Misa de la fiesta del Cristo de la Salud. ¡Éramos en el altar más
sacerdotes casi que feligreses en los bancos! Señal de lo buen amigo que es el párroco.
Una misa con un sermón furibundo que soltó un cura jovencito de la diócesis de
Alicante, cuyo fuego condenatorio casi me quemó a mí el alba. No quedó nada por
exorciszar. Si ahora que es jovencito ya está todo el mundo condenado, ¿quedara
algo en el mundo, objeto de anatema, cuando sea viejo?
Lo mejor de todo (bueno, es lo que a mí más
me gustó) -además de la comida que estuvo muy bien- es que al principio se
bendijo “el pan del Cristo de la Salud”: unos inmensos “panquemados” que después
de la Misa se repartieron desfilando por todo el pueblo.
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