Ayer, mi condiscípulo V. F., orgulloso, me enviaba por whatsApp un vídeo que me mostraba
el Belén que tiene montado ya en su parroquia, ¡veinte días antes de que llegue
la Navidad! También, ayer domingo, mi amigo del alma P. A. me contaba que venía
de presidir en una comunidad de kikos, el acto del anuncio solemne del comienzo
de Adviento, ¡ocho días después de que
éste oficialmente comenzara!
Soy partidario de que en la Iglesia se respete el calendario
litúrgico establecido, aunque alguna pequeña licencia temporal se pueda uno
permitir. Pero como en esta Iglesia particular nuestra da la sensación que hay
muchas cosas que se toman manga por hombro, el Adviento, la Navidad, la
Epifanía, etc. se han convertido en un tiempo difuminado que, como la niebla,
no te que permite ver claramente los perfiles de los días, los contrastes de
las fiestas, ni saber casi cuándo tienes que esperar al Mesías, cuándo
alegrarte por el nacimiento de Jesús, o cuándo tienes que, a imitación de los
Reyes Magos, llevar regalos a tus sobrinos. También la Iglesia trivializa y torna estas fiestas en desvaídas zarandajas.
El Corte Inglés y demás empresas comerciales tienen un claro
objetivo económico. Por eso adelantan y alargan los días en que pueden vender
de todo a nosotros, incautos clientes, lo cual para la economía del sistema
viene pero que muy bien.
¿Es que la iglesia también se torna empresa para recaudar
más fondos espirituales? A mí me pasa que cuando llega la Navidad yo ya estoy
hasta el gorro de comidas indigestas, de la mula y el buey, de los villancicos,
y de pensar qué regalos he de elegir. La Navidad además de producirme cierta
melancolía, aturdirme con tanto ruido y brillo de oro, me aburre enormemente.
La solución: encerrarse en un monasterio, pero, ¡ay!, para eso, hay que
tener vocación del monje. Cosa de la que yo carezco.
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