Esta
tarde, a las siete, he celebrado como todos los días, la Santa Misa en la
parroquia. Pero al principio y en voz
alta, he comunicado a los participantes que la íbamos a ofrecer por el alma de
Empar Barrón, la muchacha que ayer fue asesinada por su ex pareja. Después, he
acudido a la concentración que tenía cita en el mismo espacio del trágico hecho,
ocurrido ayer, al lado de la estación de la Renfe de El Cabanyal.
Había
mucha gente, sobre todo de Semana Santa (era cofrade del Santo Sepulcro y acompañó muchas veces en procesion al cuerpo muerto de Nuestro Señor: seguro que ahora Él la acompañará hasta el cielo) y los que nos conocíamos, nos saludábamos con una mirada triste, y
nos avergonzábamos de contestar que estábamos bien. ¿Cómo decir que nuestra
vida va bien, cuando ayer a una muchacha se le arrebató absurdamente?
Alrededor
de las llamas titilantes –plegarias de amor y llanto-, de numerosos velones y lamparillas y colocados en el lugar donde cayó
muerta, la gente se amontonaba. Un silencio lleno de dolor, y de rabia, y de
impotencia, nos rodeaba.
Una
vez más ocurría lo mismo: alguien destrozaba la vida plena de una mujer, de una
familia, de tanta y tanta gente. Una vez más la prepotencia, la sinrazón se
hacía realidad en una persona débil. Sea hombre o mujer.
Desde
aquí proclamo lo mismo que muchos piden: ni perdón imposible, ni venganza
cruel, sino justicia. Unas medidas que prevengan en lo más posible estos casos,
y una legislación justa y razonable que disuada y dé castigo ejemplar.
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