Hace unos diez días murió el poeta Antonio Cabrera. ¡Tienen a veces que morirse los poetas para que se nos despierte el deseo de sus versos. Me apura confesarlo; sólo conocía su nombre, pero no había leído nada de su poesía. Me deja admirado lo que en estos últimos días he leído de él. Una poesía llena de intimidad, de amor a una de naturaleza como la montaña por la que paseaba y que contemplaba con admiración. Una lesión en un accidente doméstico lo dejó parapléjico y en los últimos dos años ya no pudo andar los caminos de la Sierra Calderona, del Valle del Palancia y de la Sierra de Gúdar.
Aunque a distancia yo me siento algo identificado con él. Como yo, era nacido en Andalucía, vivía en la Comunidad Valenciana, concretamente en la Vall d’Uixó y daba clases en un instituto y en sus poemas cantó como nadie el misterio del hombre en medio de la belleza de naturaleza. Una profunda experiencia que yo siento también cuando estoy disfrutando de ella, en esas montañas entre Valencia y Castellón que parecen adentrarse en el mar desde cuyas cumbres de rodeno se contempla todo el golfo de Valencia. Leed, amigos a este poeta: os entusiasmará.
Lugar de ruiseñores
Está junto a una fuente. No es secreto.
Un barranco con zarzas, con aliagas,
con rosales silvestres, con adelfas.
Es un espacio donde el tiempo esculpe
un bronce vegetal exacto y limpio.
A ese lugar retornan por abril
los ruiseñores, y abren de inmediato
en la floresta su diálogo nocturno
sobre intactas verdades misteriosas,
en un idioma lleno de razones
que son un raro compromiso y son
al mismo tiempo hipnosis y soberbia.
No he vuelto a ese lugar. Lo guardé un día
en el firme paisaje de mi mente
donde el cielo pensado está cubriendo
la misma luz difícil, el prodigio
de la fidelidad que lo impalpable
a veces establece con lo grávido,
con lo real, con lo que el aire mueve.
Allí también puedo escuchar el canto,
la conjetura ardiente que medito.
Está junto a una fuente. No es secreto.
Un barranco con zarzas, con aliagas,
con rosales silvestres, con adelfas.
Es un espacio donde el tiempo esculpe
un bronce vegetal exacto y limpio.
A ese lugar retornan por abril
los ruiseñores, y abren de inmediato
en la floresta su diálogo nocturno
sobre intactas verdades misteriosas,
en un idioma lleno de razones
que son un raro compromiso y son
al mismo tiempo hipnosis y soberbia.
No he vuelto a ese lugar. Lo guardé un día
en el firme paisaje de mi mente
donde el cielo pensado está cubriendo
la misma luz difícil, el prodigio
de la fidelidad que lo impalpable
a veces establece con lo grávido,
con lo real, con lo que el aire mueve.
Allí también puedo escuchar el canto,
la conjetura ardiente que medito.
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