El otro día N., un buen amigo,
creyente tradicional y cristiano cabal, me preguntó que quién era el que elegía
y nombraba a los obispos. La pregunta me pareció ingenua e indiscreta. Le
contesté, con rapidez y desparpajo, que los laicos y los curas, no los eligen. Porque aunque sabemos
que es el papa y los obispos quienes los nombran, a veces llegar a ser obispo y
conocer el trayecto que han recorrido para llegar a ese cargo, es en nuestra I
glesia, casi un misterio. Hay pareceres, opiniones, informes, filtros,
simpatías, apreciaciones e incluso favores. También, consultas, escrutinios, dosieres
y cartas secretas de nunciatura… un camino largo y abstruso hasta que se llaga
a obispo.
Como tantas cosas en nuestra
iglesia, todo humano, muy humano. Y se supone del que ha sido electo como
Obispo, que debe tener las cualidades que San Pablo invocaba para serlo. (Véase
la Primera Carta a Timoteo, capítulo 3) o sea, con palabras de hoy prudencia,
inteligencia, sentido pastoral y acendrada y probada fe.
Al inicio del cristianismo, como
también ahora, esas son las condiciones en principio que se exigen para
adornarse la cabeza con la mitra (un tocado que a mí me parece hoy día
totalmente trasnochado), pero sin embargo, algo fundamental hoy se ha olvidado:
que eran las comunidades cristianas quienes presentaban los nombres de los
candidatos al obispo para que éstos que fueran elevados a la sede episcopal
(otra expresión con carga clerical).
Creo que mi amigo N., que siempre
se queda con interrogantes en la cabeza, no quedó muy esclarecido con respecto
a su pregunta.
Una de las "llagas de la iglesia", para Rosmini, hace 170 años...
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