Sobre sermones y otros ladrillos
Algunos feligreses devotos (seguramente, algo admiradores míos), me han preguntado por qué yo no predico todos los días en la Misa, como hacen algunos curas. En verdad no me sería difícil, siempre y cuándo y cómo debe ser, fueran sólo unos muy pocos minutos de prédica. Aunque temo que al final, repetiría siempre lo mismo y mi discurso aburriría incluso a las ovejas más fieles y dóciles. Hablar en público siempre es difícil, pero interesar, convencer y entusiasmar al que escucha, aún lo es más.
Algunos tenemos la capacidad de desconectar muchas veces en la escucha de una homilía, cuando en el templo algún cura u obispo a la tercera frase ya deja de interesar. Pero otros, empujados por una buena disciplina religiosa, intentan atender lo que puede ser un sermón infumable, que se repite hasta la saciedad y que utiliza un reloj sin manecillas. Habría que grabar los sermones que los curas decimos y después obligarnos a escucharlos. A algunos nos daría mucho bochorno. Y eso que tenemos como modelo la forma que tenia de predicar el primer cristiano: Jesus de Nazaret.
Así que mejor un breve pausa de silencio después de proclamar el Evangelio, que cansar al predicador y fatigar al oyente. Es mejor dejar que en el callado corazón del que oye la Palabra de Dios, ésta actúe.
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