La tarde del jueves pasado sali de excursión con unos amigos. Fue muy breve, unas cuantas horas, aprovechando la tarde luminosa con el sol radiante y el cielo límpido, azul, casi añil. Estuvimos por los montes que presiden el llano de Lliria, entra Alcublas y Altura, por una zona muy poco transitada.
Nuestra primera parada fue para admirar un olivo bimilenario que los campesinos de Llíria llaman «L’Ángel». Está al lado de una estrecha carretera y junto a una pequeña casa de campo. Cuando me acerque a él, sentí una especie de admiración y respeto y, a su sombra, me pareció, como Moisés en la zarza, estar pisando tierra sagrada. Tocar el enorme fuste de su tronco, retorcido, atormentado, sentir la caricia de sus frondosas ramas plateadas y verdes mostrando su diminuta floración… ¿no es una experiencia de la eternidad?
Después, subiendo por caminos forestales de tierra, nos llegamos al corazón de los montes en cuyos pequeños valles se asientan masías, algunas abandonadas y otras habitadas, testigos de una vida rural donde en silencio y la quietud te acercan a la Naturaleza que ahora estaba en su esplendor. Las lluvias del mes pasado han reverdecido las cimas y las faldas de los montes; los bordes de los caminos lucían sus diminutas y variadas flores. Las encinas o carrascas, siempre serias, siempre austeras, exultaban en su floración: pequeños racimos de flores de color oro viejo transformaban su severa presencia.
Los bancales que cerraban los campos otrora cultivados, parecían gigantes escalones que ascendían hasta la cima. En un llano llamado «El cantal» situado en lecho del ancho barranco «El cerezo», y que en su tiempo sería campo de viñas o almendros, ahora invadido por matorrales y hierbas, nos encontramos con una extraña roca puntiaguda y muy alta que la naturaleza ha esculpido como si fuera un gigantesco menhir. Parecía un dedo que señalaba el cielo; junto a él toda clase de hierbas y plantas florecidas que el viento parecía jalear en su incensante baile. Una zona de aquel sencillo prado estaba cubierto de hierbas altas cuyos tallos y espigas de gramíneas ya maduras tenían un color dorado y casi marrón.
El sol que estaba ya bajo, hacía brillar los perfiles de los tallos y espiguillas al tiempo que el viento las removía. Como las olas de un océano, mil puntos de luz, como estrellas, iluminaban el prado. ¡Allí estaban, las efímeras yerbas, afirmándose en el momento de su eternidad!
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