Regreso de una semana de vacaciones
que he disfrutado en Gijón. Asturias es una maravilla, y el tiempo que ha hecho
no ha podido ser mejor. Además de haber visitado algunos de esos puertecitos
pesqueros tan pintorescos que salen en las películas de José Luis Garci y de Mario Camús y donde sirven unas
suculentas sardinas con sidra estupendas. También estuve naturalmente, en Covadonga
donde los turistas, mezclados con los peregrinos, querían comerse a la Virgen a
fotografías, pese a las reconvenciones que el sacristán-guardia les hacía.
Me albergaba en una residencia para
sacerdotes muy bien preparada y situada
en el centro más atractivo de la ciudad: junto al Instituto Jovellanos y al
lado del largo paseo marítimo que bordea la amplia bahía de Gijón. Mucha gente,
muchísima gente que era servida por una ingente cantidad de hoteles, restaurantes,
lugares de copas, cafeterías, enotecas y vinotecas (pues el nombre de bar parece
en desuso), sidrerías y heladerías y no sé
si para pasear más cómodamente aun, zapaterías.
No he visto densidad mayor de establecimientos de venta de calzado por metro cuadrado
que en esta ciudad de Asturias.
Ahora pues he vuelto, y además de
lavar la ropa, guardar maletas y rop de abrigo que no ha hecho ninguna falta ya
empiezo a recomponer la vida diaria y normal en este tórrido mes de agosto.
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