Prepotentes
y soberbios, altaneros y perdonavidas, orgullosos y sabelotodo, hay muchas
personas que van por el mundo como si ellos fueran los únicos habitantes de la
tierra. Sólo hablan ellos, no permiten que los demás puedan dar sus argumentos,
siempre tienen la razón. Tal vez chillen para ahogar con sus gritos su mala
conciencia, o el silencio mudo de una vida vacía y sin razón. Quedan
descalificados ante los demás, y ¿ante Dios?
Jesús nos
habla de humildad y de sencillez en el evangelio de este domingo. Sólo el
sencillo el humilde podrá ser escuchado por Dios.
El beato
Juan XXIII en su “Diario del alma" escribía: "Lo que considero mi
deber es no envanecerme por nada, atribuyendo todo a la gracia de Dios sin la cual
el hombre nada tiene. Y he visto cómo mi humilde y ya larga vida se ha ido
devanando como un ovillo, bajo el signo de la sencillez y de la pureza. No me
cuesta reconocer y repetir que no soy nada ni valgo absolutamente nada. El Señor
me hizo nacer de familia pobre y se ha ido preocupando de todo. Yo le dejaba
hacer (...) Y mi esperanza se cifra por completo en la misericordia de Jesús,
que me quiso sacerdote y ministro suyo, que fue indulgente con mis innumerables
pecados y negligencias y me conserva todavía ágil y vigoroso.
Mis defectos
y mis miserias por los que ofrezco a diario la misa son para mí motivo de
interna y continua confusión. A mis 80 años comenzados lo que importa es eso: ser
humilde, confundirme en el Señor y
permanecer en actitud de confiada espera en su misericordia para que me abran
las puertas de la vida eterna…”
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