Los judíos son muy estrictos sobre la utilización del nombre
de Dios. Tienen un mandamiento que no solamente legisla sobre el juramento
religioso sino también sobre el mismo respeto que a ese ser misterioso que
ellos llaman Yahvé y que, por ser la divinidad, es también el innombrable. En la trivialización que ha hecho el
cristianismo de tantas cosas concernientes a la auténtica fe religiosa, está el
uso continuo, farragoso, superficial y frívolo del nombre de Dios .
Eclesiásticos y laicos se empeñan en nombrarlo sin ninguna clase de reserva ni
pudor y son capaces, por santificar lo que sea, de meterlo hasta en la sopa.
Pero ese no es el camino. Habría que cambiar radicalmente las cosas y casi,
casi, olvidarse de esa palabra o a lo más utilizarla o escribirla ya con letras
minúsculas . Tal vez así encontraríamos la esencia misteriosa de lo que con ese
término primitivamente queremos identificar . Evitaríamos antropormorfizar (perdón
por la palabra) es decir, hablar en términos excesivamente humanos de la
realidad suprema y misteriosa en la que los creyentes estamos envueltos. Otra
cosa es la encarnación y corporeidad que para nosotros se muestra en Jesús de
Nazaret, el Cristo . No creemos en Dios,
sino que creemos en Jesús que es Dios . En ese sentido, a los primeros
cristianos los romanos los llamaban ateos.
Un amigo me escribe los siguiente: “Deberíamos desexualizar
el lenguaje sobre la realidad absoluta a la que llamamos Dios o Brahmán o Misterio.
Desde la tradición cristiana yo digo que Dios es padre y pienso en madre, en
padre, hermana, hermano, amado, amada, esposo, esposa: la realidad que me
sostiene la vida y me lanza a la vida, que me cobija y me desafía, me
trasciende y para mí, es mi todo y mi nada. Desde cada tradición nos servimos
del lenguaje humano aunque lo sabemos inapropiado, pero por la analogía o por
las paradojas o metáforas, llegamos a poder hablar de lo indecible y saber a
qué nos estamos refiriendo”.
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