Esta mañana he estado de entierro, acompañando a mis amigos Jesús, Lourdes y Paco que han perdido a su querida madre, Maruja. Ayer repentinamente se quebró repentinamente su larga vida. En la celebración funeral he dicho yo unas palabras que me han dejado sólo a medias de lo que quería expresar. La emoción me invadía porque los recuerdos que tengo yo de esta persona son muchos y muy emotivos. En muchos momentos ella fue para mí, como una madre.
Cuando hemos salido del cementerio tenía esa sensación que a veces acude a mi alma: andar entre la pena y la esperanza; dejábamos sus restos mortales allí en el nicho y encerrábamos en su oscuridad todo lo que fue perecedero en su vida. Fuera con nosotros, nos acompañaba todas lo hermoso y bello que su esposo Federico y sus hijos sus hijos vivieron con ella. Cosas hermosas de las que yo también tuve la suerte de participar porque con ella, me sentía siempre muy bien, como si fuera un miembro más de su propia familia.
La muerte siempre nos descoloca y cuando nos toca de cerca, buscamos en medio de la tristeza y la pena poder de nuevo situarnos. Ser creyente nos sitúa de nuevo en la clave: también Dios precisamente está con nosotros. Esta muerte no es una más, es la ocasión de recordar que la ausencia que nos entristece es parte del amor que ella nos dió y al que nosotros correspondimos.
Por eso, sus hijos al final de la ceremonia del entierro, no han hecho más que dar gracias por esta madre, Maruja, que Dios les dió.
Su su alegría íntima, su admirativo amor hacia todo lo que le rodeaba, su optimismo vital, su generosidad constante borraba muchas veces los defectos que lógicamente también ella poseía. Maruja, a lo largo de sus muchos años sembró de buenos ejemplos su vida: que éstos queden siempre en el corazón de sus hijos, y de todos los que la quisimos tanto. Descansa en paz.
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