Aprovechando
el viaje hacia el Rocío que hice la semana pasada, como el tren del AVE llegó a
las 12 de la mañana a Sevilla, aproveché unas cuantas horas para pasearme por
esta hermosísima ciudad. En ella yo he estado muchas veces -(¡soy sevillano de
cuna!)- pero uno nunca se cansa de callejear por los barrios de esta preciosa
ciudad.
Así que
comencé rezando unas Salve en la Macarena, y dirigiendo mis pasos por la calle
Betis, fui contemplando sin ninguna prisa la vibrante vida y el bullicio de los
sevillanos de estos barrios. Pasé por el Cristo del Gran Poder, (me admiró la
intensa devoción) y después me senté un rato en un banco de la Alameda de Hércules.
Entré después en una de las abundantes tabernas que hay por allí, y pedí que me
diera de comer. Degusté unas berenjenas fritas como miel y unos pescaditos
fritos. Delicioso.
Después
del desagradable encuentro en la plaza de la Encarnación con un gigantesco
aparato arquitectónico que ha puesto el
Ayuntamiento para cubrir el mercado que allí se hace, .una especie de setas
gigantes que hacen de parasol-, me
dirigí hacia el Museo de Bellas Artes de San Fernando. Volví a contemplar las
pinturas de Murillo y de Zurbarán, que parecían esperarme. Las Inmaculadas de manto azul y miradas arrobadas, los monjes con
sus hábitos blancos y en éxtasis. Pero
en ese museo la belleza parece salirse de los cuadros y de las salas de
exposición. Los patios de lo que fue antes monasterio, con su estanques, sus
arriates, sus flores, son otras auténticas magistrales obras de arte. Este
museo parece una sucursal sevillana del Generalife de Granada.
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