Lo del papa Francisco va en serio. Aquella
promesa que surgió cuando salió al balcón de San Pedro y nos pareció que en sus
modos y maneras algo había cambiado, se está haciendo realidad. Su forma de
vestir, su manera de celebrar la Misa, su modo directo de hablar, sus de gestos
sencillos y eficaces, están empezando transformar a la Iglesia. La comisión que
ha creado para reformar la curia, su golpe certero al Banco del Vaticano, son
también palabras mayores.
Y su deseo de
que la Iglesia se haga presente en la periferia también se ha
empezado a cumplir. Esa periferia que
esla intersección dramática entre quienes tienen de todo —los
turistas que llegan a la preciosa isla del Mediterráneo para pasar sus
vacaciones— y quienes se echan al mar apostando lo único que tienen. .
Hace unos
días estuvo en la isla de Lampedusa, al sur de Italia, a dónde van a parar
miles de inmigrantes literalmente muertos o medio muertos. Lampedusa es el
punto negro de la desvergüenza de la Europa del bienestar.
Hasta
allí ha llegado el Papa Francisco en su primer viaje fuera del Vaticano. Ha
pedido a los altos eclesiásticos y a los políticos que no le acompañen (para
que no hagan el paseíllo que tanto les gusta). Ha celebrado misa sobre una
patera como altar. Y ha recorrido la isla en un "jeep" cedido por un
residente de la isla.
Y en dos
folios como homilía ha dicho verdades como puños que deberían al menos hacernos
sonrojar a todos.
“¿Quién de nosotros ha
llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que
viajaban sobre las barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos, por
estos hombres que buscaban cualquier cosa para mantener a sus familias? Somos una
sociedad que ha olvidado la experiencia del llanto... La ilusión por lo
insignificante, por lo provisional, nos lleva hacia la indiferencia hacia los
otros, nos lleva a la globalización de la indiferencia”.
“¿Quién es el responsable de
la sangre de estos hermanos? Ninguno. Todos respondemos: yo no he sido, yo no
tengo nada que ver, serán otros, pero yo no. Hoy nadie se siente responsable,
hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna, hemos caído en el
comportamiento hipócrita [..]. Miramos al hermano medio muerto al borde de la
acera y tal vez pensamos: pobrecito, y continuamos nuestro camino, no es asunto
nuestro, y así nos sentimos tranquilos. La cultura del bienestar, que nos lleva
a pensar solo en nosotros mismos, nos convierte en insensibles al grito de los
demás, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero son inútiles,
no son nada...”.
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