De las personas
que nos dejan y que han convivido muy cercanamente a nosotros, solemos recordar
siempre las mejores cualidades que poseían. Y, muchas veces, esas cualidades no
eran ni extraordinarias ni se ejercitaban heroicamente. Dejamos sus fallos y defectos
a Dios, que es el que los tiene que juzgar y perdonar. La vida sencilla y
ordinaria es a veces la pauta con la que se dibuja el perfil de esa gente “de
buena voluntad a los que ama el Señor”.
Llego ahora a mi casa, de regreso
del tanatorio donde he asistido a la misa del entierro y funeral de “el tío
Ricardo”, un hombre bueno, que llegó a los 95 años lleno del vigor de Dios en
el que él firmemente creía, manifestándolo abiertamente a través de su gran
devoción a la imagen que representaba al Cristo del Salvador y del Amparo y a
su pertenencia fervorosa a la Cofradía de Seguidores de la Virgen de los
Desamparados.
Era un hombre muy entrañable, que
parapetado en su sordera de la que se defendía con el audífono, siempre
contagiaba confiada firmeza con su sumo trato afable y su abierta
sonrisa; esparcía esperanza y entusiasmo, confianza en la Providencia y amor a
esa entrañable y patria chica que era para él El Cabañal/Cañamelar.
Tuve la ocasión de tratar al Tío Ricardo
bastantes veces, lo que hizo que el cariño y la amistad se trabaran en nuestras
vidas. Me acuerdo enormemente de la entereza que le daba su firme fe y su
esperanzada resignación cuando hace unos años perdió a su hijo. Yo estuve muy
cerca de él en aquellos días aciagos.
El tío Ricardo era una auténtica
institución en los Poblados Marítimos. Su experiencia convertida en memoria de
la celebración de la Semana Santa Marinera era una verdadera enciclopedia, que
nos describía también la historia íntima y pública del Cabanyal/Canyamelar.
Su sencillez, su
afabilidad, su sentido común, su admirable y serena sabiduría van a dejar un
gran hueco en mi vida y también en aquellos barrios donde él vivió.
Descanse en paz. Yo lo recordaré
siempre en mi oración personal.
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