Ayer, lunes,
con mis amigos I. y J. salí de la gran ciudad a hacer mi pequeña y obligada
excursión de otoño. Fueron unas cuantas horas, como siempre, de admiración y asombro ante una naturaleza fiel al reloj de
las estaciones, que antes de introducirse en el sueño del invierno, se viste de
bronce y oro para despedirse del esplendor del verano.
Estuvimos
andando y paseando por el angosto valle que el río Turia, tenaz, claro y limpio
ha excavado entre los grandes montes de piedra caliza y ocre de la Serranía.
Anduvimos paseando desde el desaparecido pueblo de Domeño, hasta la “Puente
Alta” del pueblo de Calles. Un auténtico festín para los ojos y un remanso de
paz para el espíritu, cuando en medio la umbría de los bosquecillos oíamos el
cadencioso rumor del fluir de las aguas. El canto tímido de algún pajarillo armonizaba
aún más la sagrada serenidad del momento.
Acabamos después
las delicias de esas horas, comiendo en un sencillo y acogedor restaurante de
ese bonito y poco conocido pueblo que es Chelva.
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