Estoy sentado aquí, en un banco del andén de la estación de la ciudad de Utrera, esperando la llegada del tren. Aún es tiempo de espera que te incita a mirar más allá de las vías que se pierden en la lejanía…
Veo al niño que fui, que nació y vivió sus primeros años, en este mi pueblo. Recuerdo la vieja estación, ahora diferente, distinta.
Todas las estaciones hoy son iguales: exentas y ordenadas como oficinas con funcionales diseños de rótulos y carteles que dicen lo mismo. El viejo reloj redondo de doble cara, parado. En su lugar, un panel rojo con la hora numérica digital. Máquinas expendedoras y puertas automáticas que hacen del viaje aburrida rutina. Aún queda el expendedor de billetes, pero no el guarda de agujas, o el revisor. La gente que aguarda el tren, sigue mirándose unos a otros como extraños. Antaño Utrera era un gran nudo ferroviario. Ya en las vías muertas no quedan aparcados los vagones herrumbrosos y desarbolados. Creo que la marquesina de hierro que guarece al andén de la lluvia o del sol tórrido del verano es la misma de cuando yo era niño. Seguramente se restauró en el 92, cuando la Expo.
Pero en la estación de Utrera, donde, con el corazón lleno de nostalgia, estoy esperando al tren que me lleve hasta Sevilla, aun queda algo entrañable y profundo, que despierta las alarmas de mi memoria y que ahora sigue en su mismo sitio: sobre el andén principal y en la fachada, un mosaico con la Virgen de Consolación, que parece contemplar el trasiego de los viajeros, como una madre que recibe o despide, tal y como cuando era niño, a todos los utreranos…
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