En la muerte de Miguel Prima.
Un hombre es un árbol y todos los árboles forman el bosque de la humanidad. Árboles chicos y grandes, enhiestos y chaparros, de vasta copa y de perfil de flecha. Hoy ha caído un árbol, ha muerto un hombre. Su nombre era Miguel. La última letra de su nombre parece levantarse hacia arriba, hacia lo alto y escaparse hacia el cielo.. Miguel Prima era como un ciprés, fijo y seguro con sus raíces en la tierra pero a la vez con su ansia infinita de Dios, apuntando hacia el cielo.
¡Este hombre Miguel, como un cedro del Líbano, al lado de la acequia, bebiendo del agua de la gracia de Dios, siempre fijo, siempre seguro, en el que todos encontrábamos el apoyo, el refugio, la generosidad de su corazón siempre sonriente! Ese corazón que vivió siempre rodeado de madera en aquel oficio de calafate que él tenía en los astilleros del puerto de Valencia como un carpintero de ribera. En su querida parroquia de Los Ángeles el siguió practicando su oficio ya jubilado, montando útiles para el servicio del templo. El cura, los hermanos mayores de las cofradías solicitaban su ayuda y allí estaba él, presente.
¡Qué gran hombre hemos perdido en el Cabañal, en la Iglesia! Pero ante la infinita pérdida, nuestra infinita esperanza. Miguel, un gigantesco árbol de fe, creció a la sombra de ese otro árbol de la cruz donde está el Santísimo Cristo del Salvador. Allí, en la orilla de Dios, estará ahora también junto a su madre la Virgen de Los Ángeles. ¡Descansa, Miguel, en Paz!
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