En nuestra reciente reunión de
arciprestazgo, los curas hemos estado hablando de las homilías que hacemos los
domingos. Estamos todos de acuerdo, los sermones deben estar bien preparados y
han de ser breves, pero esto es una cuestión peliaguda.
Se quejaba uno de un cura que le
sustituye algunas vez, que éste aprovecha el púlpito para expandirse en sus
preocupaciones y obsesiones sociales. Otro, de que algunos abusan de la
infinita paciencia de los feligreses, y hacen unas homilías que llegan hasta los
treinta minutos. Un tercer cura de la reunión decía que los sermones deben
durar sólo 10 minutos, tiempo suficiente para explicar una idea o un aspecto
del evangelio que se intenta comentar. (¡Pero sólo el Evangelio, no las
noticias de actualidad!
Creo que hoy día muchos sacerdotes
han conseguido bastante superar aquello farragosos y largos sermones,
condenatorios muchas veces, sin ningún entusiasmo por la vida, aunque todavía
hace falta andar mucho para mejorarlos.
Y es que los sermones deben ser
breves, amenos, sin teatro ni golpes de efecto, no condenatorios y, sobre todo,
fruto de la reflexión orante de la Palabra de Dios. Han de hablar de la vida de
aquellos que escuchan, pero siempre con la luz del Evangelio.
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