A veces, en muchas de nuestras
conversaciones habituales, nos agotamos hablando de nosotros mismo. Uno dice:
yo hago…. y el otro responde: pues yo también acostumbro… Un tercero interviene
y también se pone como personaje principal.
Hay conversaciones cansinas que aburren, que son un elenco de egoísmos.
Y es que parece que sólo hay un pronombre
personal: yo, mí, conmigo. O que sufrimos la enfermedad de Juan Palomo: “¡Yo me
lo guiso, yo me lo como!” Nuestras referencias giran alrededor de un punto que se expande:
yo, mis padres, mis amigos, mis amores, mis conocidos, e incluso mis enemigos.
¡Qué aburrido, vivir abrazado sólo a uno mismo!
Te pierdes entonces lo que da la
sal a la vida, que está hecha no sólo de nuestro yo sino de la maravillosa materia
prima que es la vida de los demás, de las cosas que les pasan a los demás. Cuando
descubrimos eso, nos desembarazamos de esa sensación de soledad, nos
redescubrimos como personas que comparten con los demás la misma condición
humana.
Y es cuando surge entonces el amor
a la vida, el descubrimiento del otro, la maravillosa realidad de encontrarse con ese Dios que es el radical Tú que no nos
ha creado solos, para nosotros mismos, sino para los demás.
Olvidarse de uno, salir del
escondrijo de nuestro yo: he aquí el secreto de la alegría de vivir.
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