Me cruzo, esta mañana con tres personas mayores que salen de la puerta de la cafetería -que es como un casino-, de una de las instituciones culturales más importantes de Llìria. Son tres ancianas que, ayudadas y sostenidas por su andador, acaban de hacer su pequeña tertulia de desayuno mientras tomaban juntas su descafeinado, su café con leche o su infusión. Ahora, ya mediada la mañana, se vuelven a sus casas antes de que el calor insoportable de esta última semana de julio se apodere de las calles.
Me llena de admiración el deseo de vida de estas personas tan mayores que me recuerdan a mi madre y que quizá ya pasen de los 80 años.
Hace dos o tres décadas eso parecía impensable. Las mujeres no solían entrar en los cafés solas, si no eran acompañadas de sus esposos, y las abuelas solas, aún menos. En aquel tiempo, estarían ya confinadas en sus casas aún cuando no existiera, como ahora, la calamitosa obligatoriedad de la pandemia. A lo más acudirían, al atardecer o bien temprano, a la llamada convocante de las campanas de la parroquia para la misa.
Ahora la veo salir de la cafetería y con cariño, las saludo. Las veo avanzar lentamente pero con intrepidez, apoyadas en su taca-taca, arrastrando la soledad de su viudez, con su larga vida a cuestas, después de haber pasado un rato muy agradable de charla y tertulia.
Cuando hay gente que mira hacia atrás y piensa que todos los tiempos pasados fueron mejores, yo me quedo muy perplejo: hay cosas muy bonitas que se han conseguido a pesar de la resistencia de hábitos, costumbres y tradiciones. Estas abuelas me lo ratifican.
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