Hay un lugar y una situación que me preocupa mucho, por el riesgo del contagio del maldito coronavirus: es cuando tengo que utilizar el autobús urbano. Es inevitable salir a la calle para hacer distintos recados: vas al supermercado, a la farmacia, al kiosko, incluso a tomar, sólo, un café a una terraza. En esos sitios corres riesgos pero no tan evidentes como los que se corren en un autobús.
A veces me tengo que desplazar casi a la otra punta de la ciudad por lo que me veo obligado a coger el autobús urbano. Pero en verdad, cuando subo a éste, no dejo de pensar lo fácil que es allí coger el coronavirus. Subes a la plataforma por la puerta del medio. Evitas el encuentro frontal con los que bajan. Luego tienes que llegarte hasta donde está el cancelador de billetes. El autobús ya en marcha se zarandea de modo que tienes que agarrarte a los soportes de sustentación que todo el mundo con sus manos ha tocado. Has de hacer equilibrios imposibles para no tropezar con otro viajero en el zarandeo que al arrancar el autobús se provoca. El silencio en el autobús es casi total: los viajeros llenos de pesadumbre nos miramos hasta con miedo. El chofer está aislado de los viajeros por un plástico transparente sujeto con la cinta adhesiva. ¿Tan difícil, tan caro, resulta poner unas mamparas protectoras?
Cuando llegas al final de tu viaje, se repite lo mismo, para acercarse a la puerta de salida, hay que hacerlo agarrándose a las barras. otra vez el encuentro casi frontal con los viajeros que suben. Cuando bajo, me siento con una necesidad imperiosa de lavarme las manos con hidrogel. Sé que el problema tiene muy difícil solución, pero con lo que está cayendo…
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