Desde siempre el ser humano ha andado buscando a
Dios. A su modo y manera, tal vez con errores y equivocaciones, lo ha
encontrado en medio de la naturaleza como eco y respuesta a la voz de su
corazón. En los espacios siderales, en los lugares más insólitos de la tierra
que habita, el desierto y la cueva, el manantial y la cumbre, el mar y el
bosque, con la voz profunda de su interior, ha sabido verle y escucharle.
El otro día, junto a la aldea de la Almeza, en el
término de Alpuente, allá en la Alta Serranía de Valencia, tuve una bella
experiencia de pisar un lugar sagrado, un sitio donde la experiencia espiritual
de encontrarse con Dios se torna muy posible. Allí hay en aquellas austeras y altas comarca unos bosquecillos de sabinas de
enorme antigüedad. Son las sabinas albares, llamadas allí “trabinas”. Apartados
como todo lo que por allí nace, crece, vive y muere, son unos nobles árboles
centenarios, de pura arqueología vegetal, de envejecidos troncos, retorcidas ramas y compacta vegetación aromática.
Crean, cuando están juntos, unos espacios donde el
tiempo parece congelado, el aire se inmoviliza y el silencio es tan denso, que
se escucha el pálpito de tu corazón, el rebotar de tu sangre. Pensé que ese
silencio era precisamente la voz de Dios. Era sin duda un lugar sagrado, donde
si sabes escuchar a lo que el pulso de tu vida siempre clama, puedes encontrarte
muy fácilmente con aquel que siempre buscas.
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