Sabido es que los enemigos
del papa Francisco, pese a que al principio no parecía tenerlos, van a más.
Antes, los “rebeldes” a sus reformas andaban ocultos por eso de contemporizar o
evitar hacerse de notar. Ahora, perdido el miedo o recobrado el valor, salen a
la luz y se hacen notorios. En Roma hasta pintadas hay contra él y aquí, en la misma
Conferencia Episcopal Española, le crecen los enanos.
Lo singular del Papa Francisco es que
precisamente, conviviendo con sus enemigos y sabiendo tenerlos a control, continúa, erre que erre, con sus
reformas de la Curia y de la Iglesia.
Algunos de sus detractores no le perdonan las
ideas abiertas sobre moral y la institución matrimonial que expuso en su
encíclica “Amoris Letitia”, pero
sobre todo lo que les ponen muy nerviosos es la importancia que este Papa
otorga (se nota que es jesuita) a la insistencia que aconseja a los creyentes para que utilicen la libertad de conciencia. Al sacerdote, les dice, le
pueden consultar la aplicación a sus vidas de las leyes establecidas de la iglesia,
a las que no hay que obedecer ciegamente, sino utilizar el buen discernimiento.
En el fondo, el Papa trata a los laicos como adultos, como mayores de edad y no
como clericalmente se ha intentado siempre: tratarlos como niños que deben tener en la Iglesia una obediencia ciega.
A esto lo llamo yo la “libertad
de los hijos de Dios”, algo que con frecuencia ha olvidado nuestra Iglesia.
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