Tocar un libro, olerlo,
verlo, pasar las hojas, acariciar el papel, sentir su peso sobre el pecho
cuando lees en la cama, notar que se te cae de las manos por el sueño que te
vence… Pero también buscar un libro en la pantalla del “reader”, acceder a él inmediatamente,
cambiar su tamaño de letra para leerlo mejor, no sentir su peso ni volumen cuando andas o te mueves, llevar
contigo siempre la Biblia y el Quijote o tu Libro de las Horas en un pequeño
artilugio. ¡Placeres de la lectura!
Pues mis amigos de verdad
son mis libros. Son discretos y callados, si no los abro, y cuando los leo me
hablan, airados o cariñosos, . Algunos son malignos y traicioneros pues pueden
darte las peores ideas; otros te aconsejan maravillosamente bien. Todos me
hacen compañía. Los tengo siempre junto a mí, esperando ansiosos, que uno de
ellos sea el agraciado, lo coja del estante y lo lea. Y yo, al abrirlo palpito
de emoción, soñando qué ideas, sentimientos y emociones me deparará.
Algunos de ellos, -viejos y
ya leídos, su lomo desgastado, su portada descolorida o demodé,-me sorprenden
porque en ellos encuentro un subrayado o una nota escrita de mi puño y letra,
de cuando hace años lo leí. Es como abrir el frasco del perfume del pasado y
olerlo otra vez de nuevo.
¡Cuánto debo a los libros!
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