Estos últimos días de agosto, con el declinar de las
vacaciones veraniegas, se celebran en nuestros pueblos un montón de fiestas.
Muchas de ellas son tradicionales y conservan el entrañable aroma de la alegría
y nostalgia de recordar los mejores años de nuestra vida pasada en el pueblo o
en el barrio que nos vio nacer. Nos encontramos con familiares lejanos, amigos
perdidos por el tiempo y le distancia, personas que nos alegra volver a ver… Y los actos que en esas fiestas se celebran ayudan
a ese encuentro: desfiles, cenas multitudinarias, cabalgatas, verbenas, espectáculos,
procesiones.
Hacer una fiesta es celebrar la vida y de su cotidianidad
escapamos por la fiesta. De ahí que lo extraordinario se realice siempre dentro
de ella e incluso lo sobre humano. Hay que demostrar que los seres humanos
podemos vencer a las circunstancias onerosas y a nuestras posibilidades. De ahí
esas demostraciones de fuerza, de pericia, de habilidad con que están
realizados muchos actos festivos. Construir una torre humana, esquivar a un
toro, ganar una carrera nos fortalece y nos ennoblece.
Sin embargo en algunos lugares se están promoviendo ciertos
actos que parecen promover todo lo contrario: la barbarie, el salvajismo, la
crueldad, el mal gusto, el desencuentro, la dejación de la dignidad de la
persona. Es verdad que algunos pueblos (más por la fuerza de la ley que por
voluntad propia) han abandonado ciertos actos públicos poco dignos y crueles,
(el de descabezar pollos o tirar una cabra por el campanario…) pero otros se
mantienen o incluso se inventan ( a ver quién es más guarro o coge una cogorza
mayor) o se fomentan (por ejemplo, la estúpida tomatina) o se mantienen como puede ser el toro embolado sin
ninguna clase de regulación (¡y esto lo escribe alguien al que le gustan los
toros!).
Seguramente como tantas veces, el nivel de diversión marca
el nivel de educación y cultura en un país. Y es una gran verdad afirmar:
dime cómo te diviertes y te diré quién
eres.
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