Los medios de
comunicación nos presentan noticias de la guerra terrible entre judíos y
palestinos, recrudecida de un modo alarmante en estas últimas semanas. Un
conflicto que es como un fuego casi apagado, cuyas brasas han vuelto a encender
y provocar un gran incendio.
Se nos hace pensar
que es una guerra inevitable, que la
violencia es algo connatural en la convivencia de esos dos pueblos. Nadie se
espanta de la desigualdad de los dos bandos. Y se nos quiere indicar que el
fanatismo de uno de ellos (Hamas) es el causante de todo este terrible estropicio.
La cosa, tiene su
sarcasmo cuando, hace un mes, el bueno del Papa Francisco, consiguió que los
dirigentes de los dos pueblos hostiles se estrecharan la mano. En vano ha sido;
la paz, ese imprescindible y frágil valor inherente a la felicidad humana, ha
sufrido un terrible ataque.
Lo aberrante es que
todos los países civilizados, especialmente las más grandes potencias, miran
para otro lado. Los intereses económicos y estratégicos les tapa la boca.
Pero como ocurre
con el Papa Francisco, la esperanza es
lo último que hay que perder, esperamos –y rezamos- que la maltrecha paloma de
la paz pueda conseguir levantar el vuelo.
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