El
monte Tabor es un monte de relativa altura, de forma redondeada. Cubiertas sus
faldas de árboles y matorrales, a él se accede a través
de una carretera estrecha y zigzagueante, que los taxis suben y bajan con
inusitada rapidez, ante el terror del peregrino o turista religioso que creen
precipitarse tras saltar cualquier curva.
Allí
subió el Señor con sus tres discípulos para manifestar su gloria. Desde
entonces Tabor significa ese estado de euforia religioso o felicidad humana, que
nos gustaría que se alargarse durante toda la vida. Pero esto no es posible.
Para sentir placer, hay que también haber gustado el dolor. Para encontrar la
felicidad, hay que haber saboreado la desdicha. Para gozar de la luminosidad de
la fe, hay que pasar por la duda.
Esto
es lo que deseaba, quedarse para siempre en el monte tambor, situarse en la
cresta de la ola, el bueno del apóstol Pedro. Pero Jesús “pincha” la burbuja de
ese sueño para indicarle el empinado camino que conduce a otro monte, el
Gólgota, donde está clavada la Cruz de Jerusalén.
Después
del Calvario, después de la Cruz, vendrá la Resurrección. ¡Cómo se nos olvida
esto!
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