Ayer, domingo fue el primero en mis cuarenta y ocho años de cura que no abrí la parroquia y no celebré la Misa en domingo. (Hay una salvedad: en tiempos de enfermedad o cuando he andado de viaje y que pueden contarse con la mitad de los dedos de una mano: si no «he dicho» misa, sí la «he oído»). Naturalmente, me sentí muy extraño y lo eché de menos.
Es la misma sensación de muchos otros que han tenido que romper cotidianos hábitos, viejas rutinas de trabajo y costumbres instaladas. Lo que creíamos superado con creces de los tiempos pasados (epidemias y "pestes") retorna con la misma gravedad y fomenta en todos la sensación de fragilidad e inseguridad que parecían olvidadas por este mundo tan orgulloso de su modernidad y tecnologías. ¡Nos queríamos comer el mundo y un “bichito” se está comiendo a nosotros y al mundo!
Pero no hay que dejarse invadir por una excesiva preocupación que puede transformarse en un miedo incontrolable y siguiendo las obligadas pautas sanitarias lógicas, es menester aprovechar este tiempo de encerrona para hacer lo que más nos guste. ¡Sin olvidar a aquellos que por obligaciones de trabajo también están a la intemperie y, sobre todo, a los que llevan una vida de pobreza y precariedad!
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