Chulilla es un pueblo muy
bonito. De los más pintorescos de la Comunidad Valenciana. Situado en una de
las dos muelas que el rio Turia ha horadado, su caserío se recuesta mansamente
sobre la escarpada ladera de una de ellas. Las ruinas de un castillo, ahora
restauradas, lo coronan. Bosques de pinos, ya escasos porque hace veinte años un incendio
los devastó, adornan las laderas de los otros montes. Al fondo del pueblo, las riberas
del río son huertas donde hortalizas y árboles frutales son cultivados con mimo
por los laboriosos chulillanos.
Allí, varios restaurantes y
bares te sirven siempre una buena comida. Su carne de cordero y sus embutidos
son estupendos. Sus paisajes te ensanchan el corazón y cuando yo era un sacerdote
más joven, acompañaba a mis grupos juveniles en aquellos bellísimos parajes.
Aun no estaba prohibido hacer “vivac” y dormíamos a la intemperie, para, por la
mañana y muy temprano, hacer camino desde los eucaliptos del Balneario hasta
llegar a la Peña María de Gestalgar y Bugarra o llegarse hasta Pedralba. Lo recuerdo
muy bien, aquellas largas caminatas nos fortalecían el cuerpo y el alma.
Hoy, ahora, están ardiendo. Ante
la impotencia de todos. Yo diría ante el desinterés de algunos que pudiendo
poner medios y prevenir no se enteran o no quieren hacer nada. Los locos
pirómanos no desaparecerán nunca, pero o los ayuntamientos o gobiernos o la
fuerzas sociales tienen un claro deber de preveer y prevenir estas catástrofes
Ahora, junto a las cenizas, no nos queda más que llorar.
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