Ayer, por la mañana, fui al
ambulatorio, a pedir cita con mi médico para que éste me firmara las recetas de
mis medicinas habituales. Y ya en el mostrador, un joven de aspecto paquistaní,
balbuceando nuestro idioma, pedía la
tarjeta sanitaria para poder acceder al médico. Sólo llevaba el certificado de
empadronamiento y su pasaporte.
Las funcionarias que atendían
el mostrador le decían –repitiéndole de muchos modos, pues aquel apenas si lo
entendía-, que sin contrato o certificado de haber trabajado no le podían dar
la tarjeta sanitaria y lo mandaban a médicos particulares, o a clínicas
privadas. El joven se fue desolado.
A mí me creó una situación de
mala conciencia. Sentí compasión por el inmigrante, y a la vez, rabia por una
sociedad como la nuestra que ha creado esta flagrante injusticia que es
inhumana, pues todo hombre por ser hombre tiene derecho a la salud. Rabia también
porque los recortes y ahorros que hacen los políticos para solventar los dispendios
y derroches de los poderosos siempre van a cargo de los más pobres o
desfavorecidos.
Gracias, José Luís, por esta entrada. A veces tiendo a dejar que mi yo-justiciero tome el mando, así que me viene bien que me pongan los pies en el suelo.
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