Después
de una incombustible vida, falleció Santiago Carrillo, un hombre –bestia negra
de la derecha- con muchísimas sombras oscuras ocultadas, enmascaradas,
escondidas. Junto con Largo Caballero, con quien simpatizaba mucho, uno de los que
más echaron leña al fuego del Guerra Civil. (No quiero olvidar a los militares
golpistas). La moderación, la tolerancia, el talante dialogante durante la Transición
los tuvo porque no había más remedio. Creo que siempre ha sido un superviviente
de guerras perdidas. Algunos ahora en su papanatismo lacrimógeno a raíz de su
fallecimiento, afirman que gracias a él tenemos la democracia (!). Las
alocuciones que ayer vimos en la televisión de los próceres de la patria que
fueron a visitar la capilla ardiente tenían una ambigüedad vergonzante.
Se
ha muerto pues, Santiago Carrillo. Con él, salvo en algunos aspectos sociales,
no coincido en nada. Le deseo lo mejor en el más allá, pues pese a todo, es un
ser humano y por tanto está incluido dentro de –como rezo en la Misa- “los que ha muerto también
en la misericordia de Dios.”
A mí
me gustaría que también a raíz de su fallecimiento, se callaran todos los romanceros de los recuerdos de la Guerra
civil, esos escritores(as) de novelas que no saben escribir más que historias
de la guerra y la posguerra, esos cineastas que cuentan tristes episodios de aquellos
tiempos, pesadumbre para todos, en donde los rojos son hombres y mujeres, héroes íntegros,
buenos, inocentes y los azules son villanos depravados, crueles y sádicos, aun cuando en
tiempos del ominoso Franco se contara al revés.
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