El incendio trágico de la Torre de viviendas
Grenfell en Londres con más de sesenta victimas nos ha sobrecogido el
corazón y más como ocurre con demasiada
frecuencia, cuando las víctimas de los incendios suelen ser gente de familias
de sencilla y humilde procedencia. ¡Nunca se incendian las casas de los
potentados y cuando arden todos se salvan (no quiero decir ni desear que muera
nadie, rico o pobre)! El aun más reciente
colosal incendio forestal con aún más víctimas en Portugal ha incrementado más
nuestro pavor. El fuego nos atrae, nos ayuda y nos asusta. Nuestros ancestros
que no sabrían su por qué se aterrorizaban ante él. No en vano, los israelitas cuando
querían representar la presencia terrible de Yahvé lo imaginaban en el fuego
(Moisés y la zarza ardiendo, los relámpagos y rayos en el Sinaí…). Prometeo,
que se hizo con el fuego, robándolo a
los dioses y entregándolo a los hombres, es nuestro gran héroe
mitológico.
El cine lo aprovecha
para contar historias, desdichas y aventuras y también para montar gran
espectáculo. En algunos guiones de las
películas se cuela a veces de rondón la idea del castigo divino. Como en un
nuevo Babel, la soberbia de los hombres,
simbolizada en un gigantesco construcción, es destruida por un poder
irrefrenable. El fuego purificador suele ser el final en las películas de
terror: ha de limpiar la presencia del mal en el mundo. De ahí a la idea de un
Dios castigador hay muy poco. Nada más lejos de la esencia e imagen de Dios que
el Evangelio tiene. También las películas sobre los edificios gigantescos
incendiados dan paso a historias de
aventura espectacular, de enormes retos humanos y sobre todo, y esto es lo
mejor, a historias de valor, coraje y solidaridad. He aquí tres películas: El coloso en llamas (Estados Unidos 1974) de John Guillermin . World Trade Center (Estados Unidos, 2006) de Oliver Stone. Llamaradas (Estados Unidos 1991) de Ron Howard.
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