Ayer fue el esplendor de la primavera. Retamas, la plata y
el oro de las albaidas, coquetas jaras, aromáticos romeros, madreselvas
perfumadas, espinosa aliagas amarillas, esparragueras con sus tiernos brotes. Y
amapolas de sangre y mil flores más. Carrascas, pinos y quejigos crean umbrías
refrescantes. Un jardín es la bellísima Sierra de la Calderona.
Hace ahora dos meses
me paseaba con unos buenos amigos por allí. Uno de los sentimientos que te
rondan al contemplar tanta belleza, que te entristecen y angustian, es la
posibilidad de perder esa belleza. Uno piensa que Dios no pinta así la
naturaleza para que en un tris tras se borre y destruya.
Me estoy refiriendo también a la bellísima Sierra de la
Calderona, con sus rojas rocas de rodeno ahora ennegrecidas y tiznadas por este
incendio que a la hora en que esto escribo todavía está desatado entre
irrefrenables vientos e impotencia
humana.
Aunque este incendio parece que no ha sido provocado, sí
tiene una causa clara de su rápida propagación y difícil sofoco: los que gobiernan
tienen presupuestos para todo, pero limpiar el monte, abrir accesos para este
tipo de emergencias les parece un dispendio innecesario. Mientras, la calidad
de vida de los que viven por allí se deteriora, los que sentimos la naturaleza
como algo tan preciso como respirar, nos quedamos sin aliento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario