García Márquez

Abstraído, absorto y ocupadísimo por la celebraciones de la Semana Santa y sus muchos alrededores, me entero hoy, a media mañana de la muerte del gran Gabriel García Márquez, a quien considero un grandísimo escritor, enorme como la copa de un pino y de quien me separé –en mis simpatías- como lector de sus últimas obras, aunque las he leído todas. ¡La causa? Por su crecimiento desmesurado por la fama que el mismo reconoce que le hizo daño.

Así que leo –como homenaje- el primer capítulo de su “Cien años de soledad”, libro que me dejó K.O. después de su lectura, y  que empieza así:

 

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán”