Esta mañana en mi oración he leído y meditado el “Discurso
de la luna” que pronunció el Papa Bueno, como acto de devoción y veneración a
San Juan XXIII. Lo transcribo a continuación
por si lo queréis leer. Es bellísimo.
“Queridos hijitos,
queridos hijitos, escucho vuestras voces. La mía es una sola voz, pero resume
la voz del mundo entero. Aquí, de hecho, está representado todo el mundo. Se
diría que incluso la luna se ha apresurado esta noche, observadla en lo alto,
para mirar este espectáculo. Es que hoy clausuramos una gran jornada de paz;
sí, de paz: “Gloria a Dios y paz a los hombres de buena voluntad” (cf. Lc
2,14).
Es necesario repetir
con frecuencia este deseo. Sobre todo cuando podemos notar que verdaderamente
el rayo y la dulzura del Señor nos unen y nos toman, decimos: He aquí un
saboreo previo de lo que debiera ser la vida de siempre, la de todos los
siglos, y la vida que nos espera para la eternidad.
Si preguntase, si
pudiera pedir ahora a cada uno: ¿de dónde venís vosotros? Los hijos de Roma,
que están aquí especialmente representados, responderían: “¡Ah! Nosotros somos
vuestros hijos más cercanos; vos sois nuestro obispo, el obispo de Roma”.
Y bien, hijos míos de
Roma; vosotros sabéis que representáis verdaderamente la Roma caput mundi, así
como está llamada a ser por designio de la Providencia: para la difusión de la
verdad y de la paz cristiana.
En estas palabras está
la respuesta a vuestro homenaje. Mi persona no cuenta nada; es un hermano que
os habla, un hermano que se ha convertido en padre por voluntad de nuestro
Señor. Pero todo junto, paternidad y fraternidad, es gracia de Dios. ¡Todo,
todo! Continuemos, por tanto, queriéndonos bien, queriéndonos bien así:
y, en el encuentro, prosigamos tomando aquello que nos une, dejando aparte, si
lo hay, lo que pudiera ponernos en dificultad.
Fratres sumus. La luz
brilla sobre nosotros, que está en nuestros corazones y en nuestras
conciencias, es luz de Cristo, que quiere dominar verdaderamente con su gracia,
todas las almas. Esta mañana hemos gozado de una visión que ni siquiera
la Basílica de San Pedro, en sus cuatro siglos de historia, había contemplado
nunca.
En este momento, el espectáculo que se me ofrece es tal que quedará
mucho tiempo en mi ánimo, como permanecerá en el vuestro. Honremos la impresión
de una hora tan preciosa.
Regresando a casa,
encontraréis a los niños; hacedles una caricia y decidles: ésta es la caricia
del papa. Tal vez encontréis alguna lágrima que enjugar. Tened una palabra de
aliento para quien sufre. Sepan los afligidos que el papa está con sus hijos,
especialmente en la hora de la tristeza y de la amargura. En fin, recordemos
todos, especialmente, el vínculo de la caridad y, cantando, o suspirando, o
llorando, pero siempre llenos de confianza en Cristo que nos ayuda y nos
escucha, procedamos serenos y confiados por nuestro camino.
A la bendición añado
el deseo de una buena noche, recomendándoos que no os detengáis en un arranque
sólo de buenos propósitos. Hoy, bien puede decirse, iniciamos un año, que será
portador de gracias insignes; el Concilio ha comenzado y no sabemos cuándo
terminará. Si no hubiese de concluirse antes de Navidad ya que, tal vez, no
consigamos, para aquella fecha, decir todo, tratar los diversos temas, será
necesario otro encuentro. Pues bien, el encontrarse cor unum et anima una, debe
siempre alegrar nuestras almas, nuestras familias, Roma y el mundo entero. Y,
por tanto, bienvenidos estos días: los esperamos con gran alegría”.
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