“La
Palabra se hizo carne… vino a los suyos y los suyos no le recibieron”… Y
nosotros, ¿reconocemos a Dios y le recibimos? ¡Cuántas veces llama a nuestra
puerta y no le abrimos! ¡Cuántas veces vemos a Jesús en el camino y damos un
rodeo!
Tampoco se va a presentar Jesús hoy como lo imaginamos.
Hoy llama a nuestra puerta como un pobre y nos espera en la calle; se hace
presente en la familia pidiendo un servicio o un poco de paciencia, y nos pide
que le dediquemos un rato y que le escuchemos en alguien que nos plantea un
problema. Y siempre así, de manera
anónima y callada, sigue pidiendo nuestra acogida.
Pero nos pasa como a los de Belén y Nazaret,
como al sacerdote y al levita de la parábola del Buen Samaritano: no le
conocemos, no hay sitio en nuestra casa, decimos que no tenemos tiempo y que
hoy no podemos fiarnos de nadie; pero la verdad es que somos ciegos y duros de
corazón, no somos sensibles ni tenemos entrañas de misericordia. No tenemos
ojos ni corazón para ver al prójimo, para ver a Dios en el prójimo. Seguimos
rechazando la Palabra de Dios para que se vaya con la música a otra parte. No
tenemos oídos para la Palabra ni para sus gemidos y exigencias. Tenemos otras
canciones y otras cosas más bonitas que escuchar. Rechazamos a Jesús: que se
vaya a nacer a otro sitio, porque nuestra casa es pe- queña y está muy
ocupada y, por otra parte, tenemos cosas más importantes que hacer.
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